domingo, 17 de enero de 2010

Hortera y sin barca

Mientras estáis leyendo esto, yo estoy montada en un autobús rumbo a Río de Janeiro. Sí, la cuenta atrás ha llegado a su fin, y yo sin saber cómo ni por qué, me he convertido en una turista más de sombrilla y gorra. Me he puesto a recordar mis mejores momentos playeros de la infancia, y  me he convertido voluntariamente en una hortera.

Cuando era pequeña, me encantaba estar en la playa y me lo pasaba fenomenal, sobre todo con mi hermano Álvaro, que desde que nació ya mostraba un interés especial por los barcos -para los que no lo sepáis, ahora está estudiando Navales para honra de mi padre-. En cuanto llegábamos a nuestro destino, papá nos compraba una barquita y un par de remos (que siempre acababan rotos, perdidos, olvidados, mordidos por el perro o desaparecidos en el mar). El primer día era emocionante inflarla durante una hora entera. He de reconocer que de eso siempre se encargaban los chicos, y yo solía escaquearme. Eso sí, cuando llegaba la hora de la verdad, yo ya estaba la primera subida en la barca, jugando a piratas o a emboscadas o a princesas secuestradas -cuando mi hermano no protestaba mucho-. Recuerdo una vez con especial cariño, en que la barca se pinchó a los pocos días de comprarla, y Álvaro se pasó varias horas paseando como alma en pena, repitiendo constantemente la frase baca mía pinche, vaca mía pinche. No sé qué pasó al final, pero yo creo que conseguimos otra nueva, porque para nosotros, la playa sin barca no eran vacaciones.

Dejando eso aparte, y centrándome más en lo que nos rodeaba, he de decir que veía a las personas que estaban allí sentadas a nuestro alrededor, y yo me planteaba qué demonios harían durante tantas horas en la playa. Siempre eran los primeros en llegar y los últimos en irse, y por lo general, tenían mil recursos diferentes para invertir hasta el último segundo de su tiempo cerca del mar. Yo no lo comprendía, y pensaba que esa gente tan rara se llamaban horteras, porque era lo que mi madre decía que eran. Todos se llamaban Jessica y Christian, y llegaban cargados de neveras portátiles azules con Mahous heladas, bolsas y bolsas de patatas fritas, latas de aceitunas... Rastrillos y cubos para hacer castillos de arena, palas para jugar en la orilla, cartas para echar un mus después de comer, colchonetas hinchables de colores radiactivos... Algunos incluso se llevaban una tienda de campaña para garantizar el éxito con una buena siesta.

A mí me daban muchísima envidia sus bocadillos enormes de tortilla, que siempre eran inmensamente más grandes que mi sandwich de jamón y queso, y solía preguntarme cómo se sentiría alguien que se toma el aperitivo en la playa. Una vez le planteé esta cuestión a mi madre, y sus respuestas eran de lo más variopintas: como que eso no le gustaba (o que le horrorizaba), o que eso sólo lo hacían los horteras, o que se nos quitaría el hambre y luego no comeríamos (como si una coca-cola y unas cuantas patatas pudieran mitigar siquiera mi apetito). Y entonces comprendí que mi padre era un tramposo que se escapaba hasta el chiringuito y a eso de la una se tomaba una cerveza él solo. Una vez le pillé, y empecé a irme con él. Y desde entonces me he colgado una nueva etiqueta, porque en Río pienso ser la más hortera de la playa (lo siento mamá, pero me hace muchísima ilusión). No me cambiaré el nombre, ni me dejaré de poner la crema de protección 50 como me recomendaría mi madre, pero os aseguro que el aperitivo no me lo va a quitar nadie.

Eso sí, siento que hay algo incompleto en este viaje, porque como ya he dicho antes, playa sin barca no son vacaciones.




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