Hace unos días, mi tía recibió una llamada de Emergencia Nacional, comentándole que ya podía ir a retirar lo que le correspondía. Como ella no iba a estar presente el día de la cita, me dejó encomendada la misión de ir personalmente hasta el Banco de Alimentos, y recoger lo que nos quisieran dar.
Yo estaba algo nerviosa por averiguar qué era eso que podía favorecer tanto a las monjas. Así que me monté en el coche con Osvaldo -el chofer-, y le di la dirección que me había escrito mi tía en un papel. Aproximadamente una hora después, y algún que otro altercado más, nos encontrábamos frente a una nave industrial inmensa, de la que salían cajas y cajas sin parar. Primero entró una congregación cuyo hábito era muy parecido al de mis hermanas, y yo presté muchísima atención a sus caras, para ver si así conseguía descifrar el contenido de esas cajas.
Por fin nos llegó el turno. Entregué mi DNI en la puerta al guardia de seguridad, y nos dejaron pasar. Me acerqué hasta un hombre que tenía pinta de ser el que llevaba el cortarro, y me presenté.
- Esperanza... Esperanza... -Pronunciaba mi nombre dubitativo, como intentando reconocerme dentro de su memoria-. ¿No hay varias Esperanzas en tu congregación?
Yo le expliqué el parentesco con mi tía, y me abstuve de contarle que en realidad ella se llamaba Concha. Enseguida se puso manos a la obra, y con un peso industrial, fue poniendo cajas sobre él. Cuando llegaban a cierto punto, él daba el visto bueno, y varios mozos de almacén se acercaban cargados hasta mi camioneta para depositar mis nuevas adquisiciones en el maletero.
Mientras trabajaban, yo no podía parar de pensar que el jerifalte, José Nosequé, tenía el mismo aspecto que los hombres de las portadas de novelas de rubias y cachas, y que sería un protagonista muy bien parecido. Claro, que las autoras de las historias románticas, nunca describen el mal olor, los berridos, los eructos, y esas otras lindezas que tan bien caracterizan a estos hombres sudorosos y corpulentos...
Dejando mis pensamientos a un lado, aproximadamente 15 minutos después, el coche estaba hasta la bandera, y ya no cabía ni un alfiler. Osvaldo me llevó de vuelta a casa, agotada y sedienta, y en cuanto llegamos nos pusimos a colocar nuestros paquetes en la despensa del comedor. Fui abriendo las cajas una por una, más por curiosidad que por necesidad, y vi bolsas y bolsas de arroz, pasta, judías, guisantes, latas de conserva, azúcar, aceite... Todo lleno de comida para abastecer el próximo año al comedor.
Y me puse tan contenta, que empecé a bailar en mitad de la despensa, encantada con el descubrimiento este de Emergencia Nacional. Resulta que los supermercados, donan algunos de sus productos a esta causa. Y a mí me parece una manera muy útil de ayudar. Sólo espero que nos vuelvan a llamar pronto.
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