miércoles, 6 de enero de 2010

Aunque no esté de moda

La sociedad en la que vivo, al menos la española, está organizada de una manera que ahora me parece un tanto extraña. Lo primero que me pasaba esta mañana por la mente es, por ejemplo, la situación laboral -crisis aparte-.

Hice una pequeña reflexión sobre mis últimos empleos, sobre la cantidad de horas que dedican las personas que me rodean a sus lugares de trabajo, y sobre la cantidad de angustia, preocupación y estrés que se llevan todos ellos hasta sus hogares. Pensé en mis padres, que se dejan la piel cada día para que yo tenga mi coche, para que haya ido a una universidad privada, para que me pasee por el mundo viviendo experiencias o, en resumidas cuentas, para que viva como una princesa.

Y entonces comprendí que años atrás quisieran comprarse una casa lo más lejos posible de Madrid, un lugar al que huir de todas esas tensiones, del incontrolable deseo de trabajar para acabar cualquier tarea siempre pendiente. Un lugar sin Internet ni teléfono, al que se llegase sólo por un camino de arena y que estuviese apartado de toda civilización posible. Un lugar como Torremenga.

Y justo después, me acordé de los comentarios para los que vivimos todos: el domingo ya estamos pensando que al día siguiente es lunes, los lunes en que tan sólo quedan cuatro más para el viernes. Los martes en que quedan tres. Los miércoles en que "ya estamos a mitad de semana...". Los jueves pensamos en el día siguiente. Me he dado cuenta de que todos sin excepción vivimos para el viernes, y yo no quiero que mi vida ni mi felicidad estén condicionadas por un calendario. Faltaría más. Y entonces comprendí que la sociedad nos exige que trabajemos a tal ritmo, que al final -casi- nadie disfruta de lo que hace, y por eso dedica su vida a contar días soñando porque el tiempo se acelere y los viernes se hagan eternos.

Cambiando de tema, siguiendo el hilo de mis pensamientos matinales, también he reflexionado sobre la moda. He dedicado unos minutos a cada persona que conozco en el mundo, y a lo que sé de ellos. Muchos tienen trabajos con los que están más o menos satisfechos, normalmente proporcionales a su remuneración (cuanto más aburrido el empleo, más abultada la cuenta bancaria), tienen una familia más conservadora o más liberal, votan a un partido político o a otro, van a misa o no, les gusta viajar o quedarse en casa. Pero una cosa común a todos ellos es, por lo general, su sentido de la estética. La mayoría han estado alguna vez a dieta porque se veían gordos, o porque querían perder algún kilito.

Desde que llegué a Paraguay, no me he cruzado con ninguna una chica que tuviese anorexia (y eso que las identifico a kilómetros), es más, aquí las mujeres tienen curvas de verdad. Y a los hombres les encantan. No te encuentras a una mujer escuchimizada, con unas ojeras espantosas que te cuente encantada que ha descubierto Naturhouse y ya ha perdido 15 kilos, ni tampoco a alguien que te diga que al fin cupo en la talla 38 de Zara. Nadie tiene al número de un endocrino, ni una estantería repleta de libros de dietas (a saber, Weight Watchers, Dieta Atkins, Come Sano y adelgaza por Karlos Arguiñano, y otros más en la misma línea). Casi nadie tiene una báscula en el cuarto de baño, y lo más grandioso, cuando estás con varios amigos, nadie te habla de nada relacionado con la comida, ni con las dietas, ni con la moda.

Si vas a un supermercado, la sección de productos dietéticos es casi inexistente, las tiendas no comercializan tallas pequeñas, e ir de compras es siempre un placer para todos, en el que si algo no te queda bien ya encontrarás algo mejor, en vez de volverte llorando desconsoladamente a tu casa porque cogiste dos kilos en Navidad. La operación bikini es un concepto desconocido, y si te ven más gorda que antes, se limitan a decirte "has engordado", en lugar de comentarlo a tus espaldas con todo el que pasa, y mirarte con una mezcla de misterio y lástima. Si quieren saber cuánto pesas, te lo preguntan sin más. No hay tabúes, ni fiestas, ni nada.

Me he acordado de todos esos momentos que he invertido visitando endocrinos y dietistas, en los malos ratos en el colegio, en los disgustos cuando iba de compras. Me he acordado de la envidia que sentía cuando miraba a otras mujeres comer, o en sus minúsculas cinturas. Me he acordado de cada comentario de mi familia y de mis amigos recordándome que al final me sentiría mejor cuando adelgazase lo que me faltaba según ellos. Y también me he dado cuenta de que yo no soy feliz viviendo a dieta, y tratar de evitar que me encanta comer es una idiotez. No sé si eran los demás los que querían que adelgazase, o era yo. Pero la realidad es que ahora mismo, puedo decir que tengo 95 kilos en el cuerpo de felicidad y no de grasa, sin remordimientos, ni culpa, ni ganas de ocultarlos. Estoy orgullosa de mí misma. Ojalá hubiese descubierto esto hace 10 años.



2 comentarios:

Unknown dijo...

Nunca es tarde si la dicha es buena. Es estupendo que hayas descubierto eso de medir la felicidad por kilos, romper con los estereotipos y aligerar el alma de tensiones aprendidas. Ánimo y adelante

Concha dijo...

Yo también estoy orgullosa de ti y lo estaba antes de leer este post. GUAPA!!!