El domingo pasado monté una expedición con varias hermanas al Zoo de Asunción. Justo después de la misa, a eso de las 8 de la mañana, partimos 5 mujeres encantadas, llenas de termos de agua fría, guampas para el tereré, bolsas con comida, y otras tantas cosas necesarias para montar un picnic en el Jardín Botánico.
El calor -para variar- era aplastante, y en cuanto llegamos a la puerta del recinto, tuvimos que sentarnos un rato para recuperar fuerzas e hidratarnos lo suficiente como para continuar. Y cuando ya estábamos de camino al zoo, vi aparecer un rayo corriendo, que se incrustó a mi pierna, y no me quería soltar. Yo, algo sorprendida, miraba hacia abajo y sólo atinaba a ver una cabeza rubia sucísima, con piojos danzando a plena vista. Y mis ojos se iluminaron al comprobar que era Sergio Acosta. En unos segundos se repitió la escena con su hermano Carlos, que hizo lo mismo, y al instante después, me vi paseando con uno a cada lado contándome las experiencias de su último mes sin mí...
Les pregunté por Librada y por Juan, y me dijeron que estaban jugando en el parque de los niños pequeños, y que ellos ya eran grandes, así que su abuela les había dejado pasear. Me hicieron todo un interrogatorio, y a los cinco minutos ya me habían arrancado la promesa de llevarles conmigo a ver los animales.
Pasé un día estupendo con ellos, y lo repetiría mil veces sin hacer ningún esfuerzo. Cada vez que cambiábamos de jaula, trataban de llamar mi atención, y me iban dirigiendo hacia los animales más exóticos y peligrosos. Yo hacía como que me daban mucho miedo, y ellos me abrazaban y me decían con ese tono paraguayo tan gracioso que me protegerían pasase lo que pasase. Yo estaba feliz, y me sentía una niña más viendo por primera vez leones, pumas, elefantes o cocodrilos...
Después de un intenso paseo, y de contemplar los animales más extraños, salimos a comer. Yo me convertí en una especie de mancha-roja-inflamada andante de la cantidad de picaduras de mosquito que me llevé de la excursión, aunque me lo pasé francamente bien con ellos (y con las hermanas, claro).
Pero lo mejor llegó cuando, a la salida del zoo, vimos a una señora indígena vendiendo bisutería. Yo me fijé en un collar con un corazón que me encantó, y me pareció resimpático, así que se lo mostré encantada. Enseguida Carlos me comentó:
- Sí, ese es lindo, pero éste otro es mucho más -dijo, mientras señalaba un crucifico de plata enorme, y añadió-, porque la cruz te protege, y el corazón no.
Sé que está mal decirlo, pero los Acosta ya tienen ganado para siempre un trozo infinito de mi corazón...
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