domingo, 28 de febrero de 2010

Nadie me entiende

Esta tarde, una vez más, he vuelto al shopping en busca de algo de ocio al estilo yankie, y también me he sentado plácidamente en una cafetería a disfrutar de un merecido momento de soledad. En el fondo, me encanta estar sola, y meditar acerca de mi vida, madurar mis pensamientos, y aprender a encaminar mis reflexiones...

Estaba yo en un café (a la europea), escribiendo en un trozo costroso de papel algunas ideas para un relato, cuando me he parado a observar a un grupo de niñas que no debían pasar de los 15 años. Eran cinco, e iban todas vestidas con unos vaqueros ceñidos, zapatos fucsias de 10 centímetros de tacón de aguja, y camiseta blanca con el siguiente mensaje: Nadie me entiende

Me he fijado en el alboroto que estaban provocando, y también en el efecto que tenían sobre los jovencitos adolescentes, que se quedaban boquiabiertos a cada paso decidido de sus aparentemente agresivas homónimas. 

Creo que los chicos -de hoy y de siempre- sólo se sienten comprendidos por otros adolescentes, ya que crean un submundo infranqueable y pseudodestructivo, en el que se hace palpable de manera inaudita el instinto animal del ser humano. Y no es un tópico: las hormonas se revolucionan, las jerarquías son inamovibles, el enemigo es cualquier individuo de más de 17 años y menos de 12, y sólo se deberá fidelidad a aquel que en ese momento sea considerado guay

El guay es un ser, normalmente de dudosa reputación y familia desestructurada, que destaca por tener el ganado título o bien el matón del grupo, o bien de buscona. Pero guay también puede ser cualquiera de los seguidores de estos dos especímenes en peligro de extinción. Yo nunca fui guay, y ni siquiera me molesté en intentar serlo. Pero cuando hoy he visto a aquellas niñitas, creyéndose divas, moviendo las aún inexistentes caderas como si fuesen poco menos que imitadoras baratas de Marilyn Monroe, y todas vestidas, peinadas y maquilladas como robots recién salidos de un laboratorio de clonación, no he podido evitar tomarme un momento para hacer un ejercicio de regresión a mis quince, la niña bonita...

Ahora mismo, a mis 24 años, cada vez que hablo con la gente sobre sus respectivas adolescencias, todos coinciden en que fue un momento realmente bochornoso de sus vidas -fuesen guays o no-, en el que la presión del grupo y los formalismos estaban por encima de cualquier cosa. Y también afirman que la ley del más fuerte se hacía palpable a cada bocanada de aire que se respiraba a su alrededor. 

Y cuando veo a algún grupo -como el de hoy- de niñitas en busca de atención, pienso en todos esos momentos en los que yo me sentí fuerte pisando a otros, y en los que me sentí débil porque pasaron por encima de mí. Me acuerdo de todas esas noches llorando, buscando consuelo en mi madre, en mis amigas, en mi hermana... Y también recuerdo lo incomprendida que me sentía por saberme diferente al resto, por mucho que me comprase vaqueros ajustados, llevase zapatos fucsias de 10 centímetros de tacón de aguja, y camisetas con mensajes ocultos al igual que mi grupo de amigas del colegio. 

Recuerdo las tardes pegada al teléfono móvil, esperando la llamada de aquel chico al que en sueños ya consideraba poco menos que mi futuro marido, y las larguísimas conversaciones con mis amigas -que estoy segura de que si pudiese reproducir ahora mismo, me caería de la silla del susto-, preguntándome por qué no llamaba. Me acuerdo de cuando me sentía traviesa por decir una palabrota, y también de cuando corregía a mis compañeros por blasfemar. Me acuerdo de los 7 de eneros en las rebajas de Zara, y de la primera vez que fumé (y de la segunda, y de la tercera). Me acuerdo del día en que un chico me arropó con su abrigo porque yo tenía frío, y del beso que siguió a aquella escena. Y también me acuerdo de la increíble sensación de estar en una discoteca sin tener aún la edad suficiente para entrar. Me acuerdo de la primera vez que me emborraché, y de lo bien que me cuidaron mis amigas. Y me acuerdo de la ilusión que sentía al comprarme unos pantalones nuevos, o simplemente, al terminar los exámenes y compartir ese momento con mis compañeros de clase -los guays y los no tan guays-. 

Me he pasado varios años tratando de paliar los males de mi supuesta adolescencia, pero esta tarde, observando a esas niñas -a las que ya adoro sin querer- me he dado cuenta de que en realidad, la adolescencia es terrible sólo en algunos momentos, y que tendemos a obviar los mejores. Si me hubieran preguntado esta mañana si me gustaría volver a nacer, hubiese contestado con una negación profunda, seguida de algo parecido a la urticaria y quizá también de posibles espasmos en todo el cuerpo, sólo de pensar en tener que revivir esta etapa. Pero hoy, gracias a mis cinco adolescentes coquetas y perdidas, me he dado cuenta de todo lo que experimenté, de todo lo que disfruté y de todo lo que aprendí.

Definitivamente, los adolescentes son unos incomprendidos. Y tienen razón al pensarlo, porque hay que ser aún un niñito para hacer todas las cosas que ellos hacen. Pero se equivocan en una cosa: en que todos tuvimos 15 años una vez...


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