Con el alma pintada de otoño, y un triángulo de museos en los que conviven Dalí y Velázquez, Madrid es una ciudad mágica que ni siquiera necesita una Tour Eiffel, ni un Taj Majal para atraer al más bohemio de los pinceles.
No recuerdo ni un solo barrio sin su Bar Casa Paco en la esquina, ni tampoco un domingo sin El Escorial en mis intenciones. La Gran Vía reluce en su impacto de luces y teatros, y siempre se oye de fondo el ligero taconeo acompasado de las botas altas de una cuarentona.
Cuando vienen los primeros fríos, las tardes se vuelven sajonas, y la lluvia colapsa hasta la memoria de la Cibeles. Pero cuando vuelve abril, los ánimos florecen en forma de terraza, domingo y aperitivo de Verdejo y berberechos al vapor.
Los lunes al sol bendicen a los amantes, que pasean alegres de la mano por El Retiro, e incluso se emocionan provocando la indignación de los más antiguos señores. Me encanta mirar fijamente las ondas que dejan, a su paso, los remos de las barcas de su estanque.
Todavía es fácil moverse en taxi, pero es aún mejor achucharse cariñosamente en el metro con el rumano de turno, y espiar atento el diario –gratuito- del señor del asiento de al lado. Muchos optan por quedarse en Atocha a vivir el tren con sus colores y sus paradas, pero yo prefiero servirme de mis piernas y de un precioso Paseo del Prado en primavera.
Si me preguntasen, diría que su esqueleto es austriaco, aunque la historia lo maquille mil veces de borbónico y barroco. Muchos reyes se han sentado ya en sus palacios, incluso aunque perdieran el trono. Y todo un desfile de dioses griegos iluminan las principales avenidas con sus gotas de inspiración.
A veces pienso que lo único que le falta es la estatua de un Sabina retirado de tono grisáceo, aunque quizá siempre acabará compensado con un par de clásicos que nunca pasaron de moda, como los churros y el chotis. Sólo os diré, entre comillas, pongamos que hablo de Madrid.
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