Esta mañana he acompañado, por primera vez, a la hermana Esther en su excursión semanal hasta el Mercado de Abastos (que no Mercado 4), para hacer la compra para el comedor de mis niños. En un primer momento, yo pensé que iba a ser una experiencia positiva para mí, aunque ahora no estoy tan segura de eso... Os cuento:
Desde que llegamos, tuvimos que ir comprando cada cosa en un lugar distinto-por aquello de abaratar costes-... Así que me ha tenido toda la mañana paseando por miles de pasillos laberínticos, a cuál más estrecho, peleándome por identificar el mejor precio en el tomate de pera, esquivando los miles de carros, señoras y vendedores ambulantes que avasallaban a cada paso, y distinguiendo -a la vez- si había algún lugar donde comprar huevos. Desde el principio ha sido una locura de día, y he de reconocer que a mí eso del Mercado de Abastos no me ha gustado nada.
Después hemos marchado hacia una tienda -dentro del propio mercado- en la que se vendían productos lácteos, y nos hemos llevado como 50 litros al comedor. Yo ya estaba tratando de elaborar un planning mental de ingeniería para poder transportar nuestra compra hasta la camioneta, cuando un niño diminuto ha surgido de la nada y ha empezado a cargar todas nuestras cajas de leche. Yo, nada más verle, se me ha partido el corazón, y he corrido a ayudarle en todo lo que he podido...
Mientras caminábamos hasta nuestro auto, yo le observaba, y me imaginaba los terribles dolores de espalda que debe tener por las noches. Me imaginaba lo que estaría haciendo yo a los 10 años un sábado por la mañana, y me acordé de millones de fines de semana en Torremenga, disgustada porque no quería estar allí, o pesarosa porque la lección de turno sobre la fotosíntesis era un rollo y prefería estar leyendo la Super Pop. Y entonces comprendí lo desagradecida que he sido muchas veces con la vida y con el Universo.
He expuesto mis preocupaciones a la hermana, y me ha intentado explicar que en realidad ese niño está mucho mejor que los nuestros del comedor. Primero porque tiene un trabajo fijo remunerado, segundo porque tiene su propio comedor para empleados, y tercero porque no está en la calle... Y yo pensaba que la teoría es muy bonita, pero que mi corazón seguía roto. Aún ahora, unas 12 horas después, conservo en la mente el retrato de aquel muchacho sonriente, que cargaba litros de leche, y que se marchaba feliz por el aparcamiento con su propina de 2.000 guaraníes (unos 0,30€). Sentí el alma desgarrada... La siento todavía así.
Pero es que no acaba ahí la cosa, porque después de continuar nuestra compra, de seleccionar harina de maíz, carne picada, pollos... Después de comprar todo lo necesario para que coman diariamente más de 100 personas, he ido comprobando que cada local tenía su propio niñito de carga. Y ahí sí que me he rebelado contra el mundo entero... La impotencia que he sentido hoy es absolutamente inexplicable.
No entiendo por qué existen este tipo de injusticias... Pero desde luego, sé que me duelen, y que quiero seguir dedicándome a paliarlas en la medida que me sea posible...
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