Unas horas después, y algo más recuperada, me siento en el césped a escribir, con la intención de contaros mi excursión del domingo pasado. Me encanta viajar, me encanta conocer sitios, gentes y culturas. Y durante este fin de semana tuve la oportunidad de mezclarme con un poquito más de Paraguay, y de vivir una especie de dèjá vu de lo más sorprendente...
Ya he comentado antes que mi amiga Patricia de Madrid está aquí. Pues bien, el domingo me fui con ella y con su familia a los suburbios asuncenos, en busca de nuevas fotografías mentales para mi memoria. A eso de las 12 del mediodía, partimos en un coche de lo más confortable, con destino Sanber, previo paso por el santuario de Caacupé.
La virgen de Caacupé es una de las más adoradas en este país, y la gente hace verdaderos sacrificios para ofrecérselos en señal de agradecimiento. Hay muchas personas que salen de sus casas y se van peregrinando, al estilo del camino de Santiago (pero con un calor de mil demonios), e incluso se conocen casos de fieles que han ido de rodillas hasta el santuario... Es impresionante lo que la gente ha llegado a hacer por esta virgen, y todos ellos afirman que es milagrosa. La tradición dice que hay que pedirle tres deseos y confiar ciegamente en que te los va a conceder. Ante la duda, yo le formulé mis peticiones, y dejé un regalito como ofrenda. Además había un mirador al que se accedía por la parte de atrás (subiendo 140 escalones de los de campanario antiguo), pero las vistas realmente merecían la pena. Un paisaje selvático, como un lienzo de Monet a pinceladas verdes. Y un cielo azul intenso, con nubes de algodón. ¡Nunca he visto en mi vida un cielo como ese!
Después de nuestros momentos de deleite, nos fuimos a San Bernardino -cariñosamente Sanber-. Esta localidad, a 40 kilómetros de Asunción, es la zona de vacaciones de la gente adinerada de la capital. Un paseo de mansiones con jardines espectaculares y construcciones coloniales a orillas de un lago impresionante me miraban por todo el recorrido, hasta que al fin estacionamos en una de esas preciosidades, en la casa de una señora que nos convidaba a comer asado.
En cuanto entré en el patio, me di cuenta de que me recordaba muchísimo a la casa de mis abuelos de Toro en el Gasco de Torrelodones. Era del mismo estilo, muy grande, con césped, una piscina llena de niños y padres preparando clericó (que es como una sangría paraguaya). En ese momento me vinieron a la cabeza miles y miles de domingos, comiendo en casa de mis abuelos, jugando con mis primos, esperando ansiosos a que acabase la comida para que mi abuela Espe nos contase un cuento, o se disfrazase de Mary Poppins, o nos quitase un diente que ya estaba muy suelto, o cualquier cosa típica de mi abuela...
Me encantó recordar todos esos instantes que forman parte de mi infancia y que ya estaban casi borrados por el paso del tiempo y la falta de práctica. Muchas veces me lamenté de la existencia de Torremenga, porque dejamos de hacer esos planes dominicales que a mí me gustaban tanto. Pero como dice mi tía Sol, nada es por nada. Ahora mis padres tienen su propia casa de fin de semana, y quizá en un futuro seamos mis hermanos y yo los que vayamos hasta allí, rodeados de niños impacientes por que su abuela les enseñe a hacer mermelada de higos, y su abuelo les lleve a hacer el cafre subidos en el tractor. ¡Quién sabe!
Disfruté muchísimo de mi excursión, de la compañía y de mis descubrimientos. Ya estoy deseando saber más de esta ciudad que me cautiva de una forma que las palabras jamás llegarían a explicar con precisión.
¡Un beso enorme a todos!
Vistas del lago de Sanber desde una casa
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