domingo, 6 de diciembre de 2009

La Orquesta Sinfónica de Asunción


El jueves por la noche, tuve el honor de ser invitada por mis amigos alemanes a un concierto de la Orquesta Sinfónica de Asunción. En un primer momento, dudé ligeramente de su reputación y me apresuré a prejuzgar sus resultados comparándola con cualquiera de las otras sinfónicas de Europa (que por si os cabía alguna duda, ya he comprobado que soy una auténtica enamorada del viejo continente).

El caso es que me arreglé todo lo que pude, teniendo en cuenta que aquí mis atuendos son más bien costrosos, me hice la ralla, me pinté los labios, y esperé a que me recogieran en la casa de las monchis. A las 8.15 como un clavo, sonó el timbre, y yo corrí hacia la puerta segura de que eran ellos -y no me equivocaba-. Tan sólo 45 minutos después, ya estaba sentada en un palco precioso del Teatro de la Municipalidad.


Mi primera impresión fue un tanto deslumbrante, al hacerme consciente de que en Asunción existe otra realidad muy distinta de la que yo vivo, de gentes elegantes, señoras con diamantes y trajes de cocktail, señores con smoking y jovencitas casaderas. Me sentía como una reina en una nube, y conocí a prácticamente todos los extranjeros que se encuentran en este momento en la ciudad.

Cuando se anunció que el concierto iba a comenzar, me fijé bien en el director de orquesta -Luís Szarán- que resultó ser aparentemente todo lo que yo siempre había pensado que debía ser un maestro de orquesta: pelo cano, gran estatura, delgadísimo y con unos movimientos acompasados al son de la batuta que no tenían desperdicio-. La primera pieza, del inolvidable Vieuxtemps, contó con un solista colombiano al violín, que se había educado desde su más tierna infancia en el conservatorio de música de Lyon, lo que le abrió muchas puertas, y le impidió volver a su país natal. Fue una auténtica maravilla, y cuando acabó la primera parte del repertorio, no pudimos más que aplaudir sin parar para hacer eentir al auditorio en general y a los músicos en particular, lo contentos que estábamos con su trabajo.

Durante el intermedio, se sirvió una copa de un espumoso argentino con intenciones de champagne ácido (que se parecía bastante al Benjamín de Codorniú), pero que nos bebimos todos encantados igualmente. En ese breve lapsus de tiempo, pude conocer a unos españoles encantadores, y a un paraguayo afincado en Asturias que no paraba de hablar de los beneficios de la fabada, y de lo desagradable de los percebes...

Una media hora después, volví a mi lugar privilegiado en el palco con los alemanes, esperado escuchar una pieza igual de espectacular que la anterior, pero eso se queda corto -muy corto- comparado con el cromatismo musical que viví, gracias a un solista francés al piano, tocando un Rachmaninov casi divino, celestial. Con mis dos copitas de cava, me sentía como en una nube azulada, viajando liviana por el universo en busca de un maná aún no descubierto. Y en cada nota tortuosa de ese fantástico piano de cola, se me achicaba un poco el corazón para después volver a expandirse y propagarse por toda la sala.

No existen palabras para describir lo que siento cuando escucho música clásica, lo que sentísentada en aquella silla de terciopelo rojo. Ese es el problema de las palabras: lo inmensamente limitadas que son. Y a veces me duele no poder expresarlo, porque estoy segura de que todos disfrutaríais de mi experiencia... Además, como cualquiera, tengo mis favoritos, y Rachmaninov se encuentra entre ellos. La pasada Navidad mis hermanos y yo regalamos a mi padre sus obras completas, y para ser sinceros, creo que me he beneficiado yo más que él de ese regalo...

Cuando acabó la pieza, todo el auditorio se puso en pie, y los aplausos duraron más de diez minutos. ¡Menudo pianista! Yo no podía parar de pensar que es impresionante que existan cosas así en mitad de Asunción, conviviendo con la más absoluta miseria...

El éxito del concierto fue tal, que el pianista -Pierre Blanchard- tomó asiento de nuevo, e improvisó dos melodías más. La primera me sonaba, aunque no podría decir con precisión cuál era... En ese momento hubiese dado mi vida por que se trataba de algo de Liszt... Y la segunda era sin dudarlo de Chopin, un Chopin que me trasladó a las pequeñas plazas nevadas de Varsovia, y a los colores únicos del Vístula. Un Chopin complicado, enamorado de Polonia y de París, como yo. Un Chopin que murió con el propósito de torturarnos con sus preciosas composiciones, tan impresionantes que, en ocasiones, hasta duelen.

Ya estoy planeando mi próximo concierto... ¡Sólo espero que sea pronto!




1 comentario:

Concha dijo...

Que bien escribes Espe!
Da un gusto leerte... :-)