miércoles, 2 de diciembre de 2009

Una Navidad veraniega

Creo que todos conocemos a la perfección el origen del sentido de la Navidad, que si bien para los católicos es una fiesta de inmensa alegría, dicha emoción se ha trasladado al resto del mundo, que se ha decantado por establecer las fechas coincidentes con estos días como motivo de celebración en general.

Y a mí esto me parece muy bien, porque independientemente de la ideología de cada uno, sí que hay algo que se mantiene estable en todos los casos, y es el hecho de que se reservan estas fechas para estar con los amigos, con la familia, para darse a los demás, para pensar en todas las personas que quieres, y sí, para regalar.

Claro, que el mito de los regalos muchos lo tachan de oda al consumismo y culpan -cada uno a su manera- a El Corte Inglés o a Santa Claus. A mí personalmente me da igual si uno cree en Papá Noel o no, porque me parece irrelevante en la vida de los demás. A mí nunca vino a verme Santa Claus porque mi madre decía que eso era una americanada que no existía, y también porque el día de Nochebuena ya recibía dos regalos del amigo invisible que se celebra en casa de la Churru (por si aún no ha quedado claro, mi abuela materna). Eso significa que para mí el día más especial de la Navidad era por supuesto la noche de Reyes, con su emoción, los preparativos de los turrones, el cubo para poner agua a los camellos, los nervios de dormirse pronto para que no me pillaran despierta, y la esperanza de que me trajeran siempre justo lo que yo deseaba. Para mí los Reyes eran algo especial, y entiendo que el resto de niños del mundo sienten eso mismo cuando viene Papá Noel, y me parece tan bonito, que ni siquiera cabe lugar para la crítica.

Pero cuando he llegado a Paraguay, y he visto, sentido y padecido el clima, y me he empezado a preparar para vivir una Navidad un tanto diferente, me he fijado atentamente en la decoración de los establecimientos y las calles, que si bien un poco más pobre que el diseño a lo Agatha Ruíz de la Prada de Gallardón, es muy similar: bolas doradas y rojas, abetos, figuras, nacimientos, niños... Pero hay una cosa de Santa Claus que aún no entiendo...

Yo sé que los niños son inocentes, y eso es lo que convierte su noche especial en mágica, pero de ahí a seguir pensando que un tío más bien gordito (y los gorditos sufrimos más el calor) se cuela por las chimeneas (que en este país nadie tiene en sus casas) y que encima no le da un infarto con sus famoso modelito perfecto para el Polo Norte y los 45ºC de Asunción... ¡Eso es pedirle peras al olmo!

Pero por si eso fuera poco, ¡hay millones de Papás Noeles por todas partes! Definitivamente, declaro necesario que los habitantes de este hemisferio reclamen su parte de atención, y generen su propio creador de ilusiones infantiles más adecuado al lugar, porque nuestro occidental Santa Claus aquí no se sostiene por ningún lado, empezando por el trineo, que no se podría desplazar en ningún sitio de Sudamérica. Aunque mirándolo de otro modo, quizá así se conserve de una manera si cabe aún más especial, el espíritu universal (y occidental) de la Navidad.



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