Creo que una de las cosas más difíciles a las que me he enfrentado desde que estoy aquí ha sido precisamente pasar la Nochebuena lejos de mi casa, de mi familia, de mi ambiente… Ayer, desde que me levanté de la siesta, noté que me entraba una nostalgia irreversible, y no paraba de llorar. Llamé por teléfono a la casa de la Churru, mi abuela materna, con la intención de hablar con todo el mundo, pero mi prima Gloria se llevó su ordenador, y pude verlo todo en directo. Los villancicos, el discurso de la abuela (que gracias a Dios, este año iba dirigido a sugerir que se estirasen el bolsillo para mandarnos dinerito), pude cotillear con mis primas y me enteré de algunas de las novedades más frescas… También supe, por ellas, que tengo algunos primos de alma traidora, que han cambiado nuestra familia por las de sus respectivas parejas –y a esos les digo, que sólo el matrimonio permite semejante atrocidad, y que el año que viene les quiero ver en casa de la Churru, porque allí me llevan una Nochebuena de ventaja-.
Aparte de eso, he vivido una fiesta diferente y he experimentado cómo se celebra la Navidad en un convento. Nos fuimos a la iglesia a mi primera Misa del Gallo, en la noche más calurosa de la historia –o al menos a mí me lo parecía-. Abanico en mano, seguí mis dos horas de eucaristía con la muñeca girando y girando por miedo a morir asfixiada, y jurando en mi interior que jamás volvería a ir a una misa en lo que me quedaba de vida. Y la verdad es que fue muy bonita, porque estaba muy bien decorada, se proyectó una presentación con fotografías de niños recién nacidos, había un pesebre viviente, todas las familias que quisieron participaron, y la homilía fue muy razonable. Aún así, yo pensaba “ahora se estarán repartiendo los regalos en casa de la Churru” o “Seguro que los primos después se van a tomar algo”…
Ya de vuelta a casa, cenamos 4 monchis y yo, y tuve la suerte de que también se apuntara el matrimonio alemán que, aunque ya habían cenado en su casa, quisieron hacernos compañía. La tía Concha preparó comida especial (huevos rellenos, melón con jamón y carne asada), y de postre tomamos clericó, que es una bebida típica paraguaya, muy parecida a la sangría pero con muchísima más fruta y algo menos de vino. Y justo después, tomamos turrones (que yo había traído en octubre cuando me vine) y no sé cómo, consiguieron polvorones. Eso fue lo mejor de todo. Les dije que me encantaban y que una vez había llegado a tomarme 17 de una sola sentada (esa historia la dejo para otro día), y me consiguieron unos polvorones de verdad.
Aquí, a las 12 de la noche, se cantan villancicos, se brinda con sidra y los niños lanzan petardos. Así que eso hicimos. Y yo, tras un día tan intenso y las emociones a flor de piel, a las 12.10 di las buenas noches y me retiré a mi habitación, sabiendo que al día siguiente no lo vería todo tan negro.
Hoy, ya más tranquila y con ganas de seguir experimentando esta Navidad tan diferente, puedo recordar esa conversación tan fantástica que tuve ayer por la mañana con una niña durante la comida del día de Nochebuena. La niña se llamaba Dahiana, y tiene 6 años. Os la suscribo:
- Espe, ¿tú cuándo te vas a ir? –todos los niños están muy preocupados por eso-.
- Tranquila princesa, que todavía queda mucho.
- Bueno… Pues ese día vamos a llorar todos así muy grande porque queremos que te vayas, y te vamos a extrañar…
¿No es una monada? Esos son los niños con los que trabajo todos los días. Me quieren mucho. La mayoría se apartan de ellos porque les consideran algo así como escoria, pero para mí, todos son unos ángeles.
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